6 feb 2017

COLOR CANELA




Primer capítulo del libro COLOR CANELA 
-El diario de un Poeta Caníbal- 
Una intrigante trama de suspenso, amor y tragedia, una historia que no podrás olvidar tan fácilmente


1

P

udiese haber sido el comienzo común de la semana, con la luz de la mañana ofreciendo un día caluroso y tranquilo, disfrutando la libertad que destellan las playas en las costas. Preparándose para las acciones laborales del inicio del día, sentados ante la mesa con el desayuno al frente y en familia. Pero en lugar de eso, la mitad de la ciudad de Santo Domingo se encontraba embelesada frente al televisor. Pues las imágenes grotescas no escondían lo traumatizante de la noticia. 
    Y en el lugar de los hechos, los guardias luchaban por mantener a los curiosos alejados. Apretujados se alargaban estirando el cuello más de la cuenta para no perderse nada. Reflejando el morbo y desconcierto en sus rostros.
    El joven en la camilla dejó caer un brazo al ser transportado por los socorristas, entonces uno de los curiosos que estaba en el paso, con gesto repulsivo, se apresuró a levantarlo y acomodarlo de nuevo bajo la sábana blanca embadurnada de sangre, la cuál iba cubriendo los restos. Que tan solo eran un montón de piezas, un rompecabezas humano.
    ¡Cónchole! ¿Qué le pasa al mundo? Ya no hay segurida´ pa´ lo´ isleño´ —dijo el policía jefe con el típico acento insular. Mientras elevaba una mano con intención de rascarse un poco la cabeza.
    Él como todo mundo ahí presente, no comprendía de dónde pudo haber salido toda esa pila de partes humanas. Pero no hacía falta ser experto en la materia para no darse cuenta que todas pertenecían a una sola persona. Un joven universitario que de seguro en este momento, sus familiares lo esperaban en su hogar.
    —Este pobre, salió de casa enterito y ahora lo tenemo´ que regresar en mil parte´ —le contestó sin prudencia el subordinado al policía en jefe, tratando de disimular el malestar de estómago al observar todo aquel cuadro. Pero sus palabras provocaron una mirada incómoda por su chiste de mal gusto.
    Había mucho que hacer, que investigar y todo mundo ahí reunido se hacía bolas con sus suposiciones y sospechas. Ya era el segundo que encontraban y la inexperiencia en tales casos, les incitaba a cometer errores de suma importancia para la investigación.
    En ese momento, los flashazos de una cámara les hicieron interrumpir las conjeturas que hacían todos al mismo tiempo. Entonces con un poco de brusquedad, el policía en jefe le dio un jalón al subordinado.
    —¡Andá y me espantas a ese! —le ordenó, apuntando con la barbilla en dirección a donde alguien se entretenía tomando fotos a diestra y siniestra.
    Aunque más tardaron ellos en expulsarlo, que el periodista en publicarlo por todos los medios posibles. Mientras tanto la ambulancia se ponía en marcha con la sirena en silencio. Ya no había prisa por llegar a algún lado y la gente poco a poco se empezaba a esparcir, comentando entre ellos, haciendo también conjeturas o advirtiendo por la inseguridad de caminar solos por la noche. La hermosa isla caribeña, había dejado su tranquilidad en el pasado y daba paso a una etapa de tragedia e incertidumbre.
    Julio César se abría camino entre la multitud, después de estar largo rato observando. De mala gana empujaba a toda persona que le obstruía el paso. Maldiciendo, logró escabullirse y se alejó de prisa con la cara llena de preocupación. Caminó de largo por un buen rato y entonces llegó a un banco solitario en el malecón, y enseguida se sentó. El estómago lo traía revuelto y se esforzaba por contener las ganas de vomitar, pero las imágenes que acababa de percibir, no se apartaban de su mente ni un segundo.
    Con un movimiento espontáneo, el joven se puso de pie y apenas le dio la vuelta al banco, echó todo lo que traía. Sacó un pañuelo y limpió la boca y de paso las lágrimas que brotaron por el esfuerzo. Sosteniéndose por la orilla del asiento, lo volvió a rodear y se dejó caer, en ese momento un coche pasaba cerca de la acera y se detuvo justo donde él estaba sentado. Levantó la mirada y se encontró con la de su tío, el policía en jefe.
    —¿Qué hace´ aquí? —con tono enérgico lo enfrentó—. ¿Acaso no deberías estar en la universida´? —Julio César disimulaba apenas el terrible malestar por el que pasaba y en lugar de contestar, desvió la mirada al lado contrario de la del tío, e intentó poner en orden los rizos de su pelo. Entonces el hermano de su madre le exigió —¡Andá muchacho!  ¡Súbete!
    Rodeó el coche obedeciendo sin chistar pues le tenía respeto, aunque casi siempre el tío le consentía maldades del grupo de jóvenes con los que se juntaba. Para Julio César contar con él entre la policía, era una satisfacción que todos sus compañeros le envidiaban, y más cuando éste le solapaba todas las diabluras de jóvenes descarriados que se les ocurrían. Una vez que se introdujo en el auto, cerró la puerta con un agresivo jalón y entonces respiró profundo, queriendo espantar el fantasma de mil piezas humanas que lo perseguía.
    —¿Conocías al chico? —le preguntó su tío mientras lo observaba por el retrovisor.
Sabía muy bien que Julio César había estado entre la bola de curiosos, pues lo divisó a lo lejos mientras él debatía la situación con compañeros que sabían menos que él.
    —No, pero sé que asistía también a la universidad —le dijo mientras desviaba la mirada a un lado, le mintió sin titubeos.
    Cómo una ráfaga de recuerdos en su memoria, le vinieron dos escenas a su mente del viernes ya muy tarde en la lunada. La sombra de Alberto, el chico muerto que ahora cargaban en la camilla, pasando a lo lejos mientras él se aferraba al cuerpo de Juana María, en un balanceo animal cadente de delicadeza. Y la segunda; Alberto abandonando el grupo con sus cosas bajo el brazo, con el semblante serio lo vio perderse en la penumbra de la noche, y jamás lo volvería a ver vivo y en una pieza. Al pensar esto, apretó con fuerza la barriga, el estómago le protestó de nuevo, pero la voz de su tío le ayudó a tolerar el malestar. 
    —Pues ahora debes cuidarte de no andar con tontería´ aléjate de esa vaina, oiiite y de la bola de amigote´. No sé qué pasando pero no quiero ir algún día a recogerte en esa´ condicione´ —advirtió en un tono terminante.
    El subordinado giró la cabeza al escuchar la advertencia y después le dirigió una mirada compasiva a Julio César. Pero el chico solo torció la boca con una sonrisita irónica.
    Este tipo jodeque el diablo, no aguanto una ma´” pensó Julio César pero sin atreverse a llevarle la contraria. Sabía que ya estaba cansando a su tío y le convenía tenerlo de su parte.
    Bajó del coche frente al campus universitario y así como cuando subió, cerró la puerta de un exagerado golpe, el tío agitó negativamente la cabeza. Mientras que el subordinado con un gesto de complicidad, le chocaba la mano que el chico le extendía a través de la ventanilla. Entonces los dos rieron en una sonora carcajada, ignorando la desaprobación del tío. Después, el chico se alejó corriendo cruzando la calle en zigzagueos, con la intención de evitar la cantidad de coches que pasaban haciendo sonar la bocina.
    Lo´ jóvene´ de hoy, ya no tienen repeto por nadie y ahí tiene la´ consecuencia´ —le dijo molesto el tío, al momento que aceleraba el coche policial por la avenida España. A lo lejos Julio César se reunía con la bola de amigos, que en cuanto lo vieron llegar, corrieron a su encuentro y lo rodearon jubilosos, dejando ver lo popular que era entre ellos.
    La mañana era tibia y el día corría para esos jóvenes como cualquier otro. La tristeza que sintieron al enterarse fue fugaz, ellos siguieron con su vida ignorando la tragedia que invadía a la familia de Alberto en algún lugar de Santo Domingo. Siempre fue muy retraído y le costaba compartir con ellos sus insensatas ideas, aunque continuamente estaba presente en sus reuniones, poco sabían de él.
    Mientras tanto, el cuerpo en un cuarto forense tomaba forma del  joven que no rebasaba los dieciocho años. Entre la pierna denotaba un pequeño vacío, aunque las demás piezas del rompecabezas humano encajaban bien. Se iban instalando una tras otra por dos personas cabizbajas, despacio y en silencio, concentradas en una labor difícil, pues ninguno de los dos recordaba haber vivido algo parecido. Y en lo que corría del mes ya se contaban dos...

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