Primer capítulo del libro COLOR CANELA
-El diario de un Poeta Caníbal-
Una intrigante trama de suspenso, amor y tragedia, una historia que no podrás olvidar tan fácilmente
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udiese haber sido el comienzo común de la semana, con
la luz de la mañana ofreciendo un día caluroso y tranquilo, disfrutando la
libertad que destellan las playas en las costas. Preparándose para las acciones
laborales del inicio del día, sentados ante la mesa con el desayuno al frente y
en familia. Pero en lugar de eso, la mitad de la ciudad de Santo Domingo se
encontraba embelesada frente al televisor. Pues las imágenes grotescas no
escondían lo traumatizante de la noticia.
Y en el
lugar de los hechos, los guardias luchaban por mantener a los curiosos
alejados. Apretujados se alargaban estirando el cuello más de la cuenta para no
perderse nada. Reflejando el morbo y desconcierto en sus rostros.
El joven en
la camilla dejó caer un brazo al ser transportado por los socorristas, entonces
uno de los curiosos que estaba en el paso, con gesto repulsivo, se apresuró a
levantarlo y acomodarlo de nuevo bajo la sábana blanca embadurnada de sangre,
la cuál iba cubriendo los restos. Que tan solo eran un montón de piezas, un
rompecabezas humano.
—¡Cónchole! ¿Qué le pasa al mundo? Ya no
hay segurida´ pa´ lo´ isleño´ —dijo el
policía jefe con el típico acento insular. Mientras elevaba una mano con
intención de rascarse un poco la cabeza.
Él como todo
mundo ahí presente, no comprendía de dónde pudo haber salido toda esa pila de
partes humanas. Pero no hacía falta ser experto en la materia para no darse
cuenta que todas pertenecían a una sola persona. Un joven universitario que de seguro
en este momento, sus familiares lo esperaban en su hogar.
—Este pobre,
salió de casa enterito y ahora lo tenemo´
que regresar en mil parte´ —le
contestó sin prudencia el subordinado al policía en jefe, tratando de disimular
el malestar de estómago al observar todo aquel cuadro. Pero sus palabras
provocaron una mirada incómoda por su chiste de mal gusto.
Había mucho
que hacer, que investigar y todo mundo ahí reunido se hacía bolas con sus
suposiciones y sospechas. Ya era el segundo que encontraban y la inexperiencia
en tales casos, les incitaba a cometer errores de suma importancia para la
investigación.
En ese
momento, los flashazos de una cámara les hicieron interrumpir las conjeturas
que hacían todos al mismo tiempo. Entonces con un poco de brusquedad, el
policía en jefe le dio un jalón al subordinado.
—¡Andá y me espantas a ese! —le ordenó,
apuntando con la barbilla en dirección a donde alguien se entretenía tomando
fotos a diestra y siniestra.
Aunque más
tardaron ellos en expulsarlo, que el periodista en publicarlo por todos los
medios posibles. Mientras tanto la ambulancia se ponía en marcha con la sirena
en silencio. Ya no había prisa por llegar a algún lado y la gente poco a poco
se empezaba a esparcir, comentando entre ellos, haciendo también conjeturas o
advirtiendo por la inseguridad de caminar solos por la noche. La hermosa isla
caribeña, había dejado su tranquilidad en el pasado y daba paso a una etapa de
tragedia e incertidumbre.
Julio César
se abría camino entre la multitud, después de estar largo rato observando. De
mala gana empujaba a toda persona que le obstruía el paso. Maldiciendo, logró
escabullirse y se alejó de prisa con la cara llena de preocupación. Caminó de
largo por un buen rato y entonces llegó a un banco solitario en el malecón, y
enseguida se sentó. El estómago lo traía revuelto y se esforzaba por contener
las ganas de vomitar, pero las imágenes que acababa de percibir, no se
apartaban de su mente ni un segundo.
Con un
movimiento espontáneo, el joven se puso de pie y apenas le dio la vuelta al
banco, echó todo lo que traía. Sacó un pañuelo y limpió la boca y de paso las
lágrimas que brotaron por el esfuerzo. Sosteniéndose por la orilla del asiento,
lo volvió a rodear y se dejó caer, en ese momento un coche pasaba cerca de la
acera y se detuvo justo donde él estaba sentado. Levantó la mirada y se
encontró con la de su tío, el policía en jefe.
—¿Qué hace´ aquí? —con tono enérgico lo
enfrentó—. ¿Acaso no deberías estar en la universida´?
—Julio César disimulaba apenas el terrible malestar por el que pasaba y en
lugar de contestar, desvió la mirada al lado contrario de la del tío, e intentó
poner en orden los rizos de su pelo. Entonces el hermano de su madre le exigió
—¡Andá muchacho! ¡Súbete!
Rodeó el
coche obedeciendo sin chistar pues le tenía respeto, aunque casi siempre el tío
le consentía maldades del grupo de jóvenes con los que se juntaba. Para Julio
César contar con él entre la policía, era una satisfacción que todos sus compañeros
le envidiaban, y más cuando éste le solapaba todas las diabluras de jóvenes
descarriados que se les ocurrían. Una vez que se introdujo en el auto, cerró la
puerta con un agresivo jalón y entonces respiró profundo, queriendo espantar el
fantasma de mil piezas humanas que lo perseguía.
—¿Conocías
al chico? —le preguntó su tío mientras lo observaba por el retrovisor.
Sabía muy bien que Julio César había estado entre la
bola de curiosos, pues lo divisó a lo lejos mientras él debatía la situación
con compañeros que sabían menos que él.
—No, pero sé
que asistía también a la universidad —le dijo mientras desviaba la mirada a un
lado, le mintió sin titubeos.
Cómo una
ráfaga de recuerdos en su memoria, le vinieron dos escenas a su mente del
viernes ya muy tarde en la lunada. La sombra de Alberto, el chico muerto que
ahora cargaban en la camilla, pasando a lo lejos mientras él se aferraba al
cuerpo de Juana María, en un balanceo animal cadente de delicadeza. Y la
segunda; Alberto abandonando el grupo con sus cosas bajo el brazo, con el
semblante serio lo vio perderse en la penumbra de la noche, y jamás lo volvería
a ver vivo y en una pieza. Al pensar esto, apretó con fuerza la barriga, el
estómago le protestó de nuevo, pero la voz de su tío le ayudó a tolerar el
malestar.
—Pues ahora
debes cuidarte de no andar con tontería´
aléjate de esa vaina, oiiite y de la bola
de amigote´. No sé qué tá pasando pero no quiero ir algún día a
recogerte en esa´ condicione´ —advirtió
en un tono terminante.
El
subordinado giró la cabeza al escuchar la advertencia y después le dirigió una
mirada compasiva a Julio César. Pero el chico solo torció la boca con una sonrisita
irónica.
“Este tipo jode má que el diablo, no
aguanto una ma´” pensó Julio César
pero sin atreverse a llevarle la contraria. Sabía que ya estaba cansando a su
tío y le convenía tenerlo de su parte.
Bajó del
coche frente al campus universitario y así como cuando subió, cerró la puerta
de un exagerado golpe, el tío agitó negativamente la cabeza. Mientras que el
subordinado con un gesto de complicidad, le chocaba la mano que el chico le
extendía a través de la ventanilla. Entonces los dos rieron en una sonora
carcajada, ignorando la desaprobación del tío. Después, el chico se alejó
corriendo cruzando la calle en zigzagueos, con la intención de evitar la
cantidad de coches que pasaban haciendo sonar la bocina.
—Lo´ jóvene´ de hoy, ya no tienen repeto por nadie y ahí tiene la´ consecuencia´
—le dijo molesto el tío, al momento que aceleraba el coche policial por la
avenida España. A lo lejos Julio César se reunía con la bola de amigos, que en
cuanto lo vieron llegar, corrieron a su encuentro y lo rodearon jubilosos,
dejando ver lo popular que era entre ellos.
La mañana
era tibia y el día corría para esos jóvenes como cualquier otro. La tristeza
que sintieron al enterarse fue fugaz, ellos siguieron con su vida ignorando la
tragedia que invadía a la familia de Alberto en algún lugar de Santo Domingo.
Siempre fue muy retraído y le costaba compartir con ellos sus insensatas ideas,
aunque continuamente estaba presente en sus reuniones, poco sabían de él.
Mientras
tanto, el cuerpo en un cuarto forense tomaba forma del joven que no rebasaba los dieciocho años.
Entre la pierna denotaba un pequeño vacío, aunque las demás piezas del
rompecabezas humano encajaban bien. Se iban instalando una tras otra por dos personas
cabizbajas, despacio y en silencio, concentradas en una labor difícil, pues
ninguno de los dos recordaba haber vivido algo parecido. Y en lo que corría del
mes ya se contaban dos...
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