Primer capítulo del libro CORAZÓN DE PINOLE novela
EL COMIENZO DEL FINAL
El salón de eventos de la Unión Ganadera vestía de gala, exagerando un
poco en empalagosos adornos que en cualquier otra época del año, pero se
expandía un entusiasmo colectivo.
El bullicio de la cantidad de
gente se mezclaba con la música en un unísono incomprensible, perdía el ritmo
en un ambiente que debería ser agradable para Alicia. El nuevo año estaba por
arribar y las ilusiones de que por fin algo nuevo llegara a su vida, pero lo
único que se faroleaba en su cara, era la desilusión de ver a Ernesto sumido en
la atención de otra y robando caricias escondidas.
Hacía poco había entrado el
nuevo partido político en el poder, intentando rescatar costumbres olvidadas de
un pueblo que se empeñaba en el modernismo. Se tomó como tradición la despedida
del año, con el festejo del natalicio del compositor mexicano Silvestre
Revueltas, nacido un 31 de diciembre. Y la celebración concluía al dar las doce
con la mejor de sus obras, el hermoso poema sinfónico con un estilo propio.
Algunas filarmónicas en varias partes del mundo, han tenido el honor de tocar
esta obra maestra, pero se escogió para el evento, la mejor presentación de un
video de las redes sociales. La grabación de la Filarmónica de Berlín con el maestro Gustavo Dudamel. Y justamente en
ese momento se proyectaba en una pantalla gigante al final del salón. Moría un
año, arrastrándose como culebra para pasar a otro mejor. Sensemayá se
murió.
Para Alicia no había mucho que
festejar, salió del salón después de que recogió el abrigo que tenía colgado en
el respaldo de la silla. Las ganas de seguir celebrando, se fueron apagando
conforme las copas fluían en la mesa, entre conversaciones poco entendibles,
movimientos incontrolables, ridículos al fin. Las voces y tema perdían el interés.
La impaciencia le llegó al ver las manos de Ernesto liadas descaradamente
alrededor del cuello de María Antonia. La risa por demás cínica y las palabras
terminadas en sílabas largas de una conversación que no entendía y que aparte
le quedaba al otro lado de la mesa. Observaba pensativa las caras de cada uno
que conocía de hacía tiempo, pero que ahora le parecían desconocidas. No le
daba gana dar explicaciones de su partida, tampoco sentía el derecho de echar a
perder el bello momento que disfrutaban los otros, el disgusto e incomodidad
eran cosa suya nada más. Marisela se sumía en una charla con un grupo de amigos
que hacía tiempo no veía, olvidando por ratos a su amiga. Mientras los
intrigantes y enamoradizos ojos de Fermín no se le quitaban de encima, pero
Miriam interrumpía celosamente el interés puesto en Alicia, con un comentario
insulso interponiendo mitad de su cuerpo entre ellos. Jorge estaba sentado una
mesa más allá, pero frente a ella y aprovechando las pausadas miradas de
Alicia, le sonreía más tímido que otra cosa. Esperaba desprenderse de una
conversación poco interesante y correr a su lado, pero los compañeros no le
daban oportunidad. Estiró el cuello más de la cuenta en cuanto la vio dejar la
silla, pero una persona se interpuso entre ambos y ya no supo qué dirección
tomó. Tal vez si hubiese sabido que dejaba la fiesta ahora, sin pensarlo dos
veces, hubiese ido tras de ella. Esperó largo rato con el cuello alargado sin
perder la esperanza de verla aparecer.
No despegaba la mirada de la entrada a los sanitarios y conforme pasaba
el tiempo, la impaciencia se apoderaba de él y entonces decidió salir en su
busca. En la puerta recibió con desilusión la noticia de que se había marchado.
Al pasar frente a la mesa de Ernesto y verlo inmerso en la divertida charla con
María Antonia y los movimientos de ambos que no dejaban nada a la imaginación,
comprendió entonces, con justa razón, la partida de Alicia.
La noche era media clara y fría, estrellada en partes y nubarrones
oscuros en otras. Poco antes de salir del salón, el joven edecán se acercó y le
entregó un folleto presumiendo con ello y aflorando una sonrisa, la primicia
del histórico evento con bonitos deseos impresos del partido político, el
responsable de la celebración, mientras le decía: ─ ¿No se quedará a recibir el
nuevo año, señora? ...ya se deja ver en pantalla el video de la filarmónica
despidiendo el año viejo ─con un movimiento de cabeza, contestó que no,
mientras miraba hacia atrás con la esperanza de que Ernesto la hubiese seguido,
que le hubiese explicado, pero él ni siquiera se percató de su ausencia. Pensó
que era mejor así, entonces miró al chico y enseguida le dijo con una leve
tristeza en el tono de su voz: ─Solo vine a conmemorar el cumpleaños de
Silvestre Revueltas y la celebración concluye ahora ─entonces le sonrió, como
sólo ella sabía hacerlo, con un sonrisa que robaba el alma de cualquiera,
después le dio las gracias y salió enseguida. Dobló en dos partes el papel y lo
metió al bolsillo, se arropó hasta la nuca con las solapas del abrigo, al
sentir el fuerte viento invernal chillándole en las orejas y haciendo que le
corrieran lágrimas por las mejillas, luego metió las desnudas manos a los
bolsillos para protegerlas del frío.
Mientras se alejaba, la hermosa
obra Sensemayá (canto para matar a una culebra) le seguía los pasos y ponía fin
al año viejo...
La culebra
muerta no puede comer,
la culebra muerta no puede silbar,
no puede caminar,
no puede correr.
La culebra muerta no puede mirar,
la culebra muerta no puede beber,
no puede respirar
no puede morder.
¡Mayombé—bombe—mayombé!
Sensemayá, la culebra...
¡Mayombé—bombe—mayombé!
Sensemayá, no se mueve...
¡Mayombé—bombe—mayombé!
Sensemayá, la culebra...
¡Mayombé—bombe—mayombé!
Sensemayá, se murió.
la culebra muerta no puede silbar,
no puede caminar,
no puede correr.
La culebra muerta no puede mirar,
la culebra muerta no puede beber,
no puede respirar
no puede morder.
¡Mayombé—bombe—mayombé!
Sensemayá, la culebra...
¡Mayombé—bombe—mayombé!
Sensemayá, no se mueve...
¡Mayombé—bombe—mayombé!
Sensemayá, la culebra...
¡Mayombé—bombe—mayombé!
Sensemayá, se murió.
...éste, se apagaba poco a poco hasta escucharse solo un murmullo
poético melodioso, un momento después por la distancia, quedó en la nada.
Alicia repetía en su mente, aunque movía los labios: Sensemayá se murió, la culebra se murió y ya muerta no puede hacer
daño.
No le importó caminar sola a
esas horas de la noche, casi de madrugada. Después de algunos minutos ya no
sentía el frío, respiraba profundo el aire fresco. Caminó sin sentir miedo por
las aceras, dándole vuelta a las calles oscuras, pero esquivando las luces
fuertes. Los tacones altos le empezaban a molestar, por lo tanto decidió
quitárselos.
Aunque las medias de nylon se le iban deshilachando por el camino, se
quedaban enganchadas en el adoquín. Pero qué podía importar, y a pesar de que
el suelo estaba muy frío, eso tampoco le importó.
Aprovechó la caminata de la
tranquila noche para pensar en su vida, y darse cuenta lo mucho que extrañaba a
su padre. No tenía ninguna imagen de su madre, no podía hacerle falta si nunca
la conoció, pero su padre aparte de ser buen padre fue un gran amigo. Miró al
cielo e intentó reconocerlo entre la multitud de estrellas, esperaba ver la
cara delineada por las pequeñitas luces, fantaseando como su hija Claudia, pero
no lo logró. La fantasía la abandonó hace tiempo, cuando se olvidó de ser niña
e intentó seguir la vida sin preocupaciones, sin mirar al cielo.
El frío rocío que dejaba la
niebla a su paso le rozó las mejillas, la hizo parpadear, cerró un poco los
ojos pero no retiró la mirada al cielo. Los nubarrones empezaron a empalmarse
con movimientos rápidos, cubriendo el resto del cielo estrellado, se envolvió
en el abrigo para darse calor ella misma. Las gotitas diminutas que caían desde
lo alto se convirtieron en lluvia tranquila, las sintió caer pesadas, como
congeladas, era el aguanieve, muy normal en esa temporada y la cara de Alicia
en un segundo estaba empapada y medio entumecida, ya no podía mantener la
mirada hacia el cielo. Bajó la cabeza, sacó un pañuelo y limpio la humedad de
su cara, pero no eran lágrimas, los últimos días había llorado suficiente,
ahora no le daba gana. Aunque la lluvia caía tranquila la empezaba a mojar ya y
el cuerpo se enfriaba rápidamente.
Disfrutó el fresco viento contra
su cara, aspiró el aire limpio varias veces, hasta sentir un ardor en la nariz
por lo helado. El abrigo le empezaba a pesar, estaba muy mojado y el agua se
había filtrado hasta mojarle el vestido.
Las gotas caían ya despacio a través del dobladillo, mojándole los
tobillos. Pensó acelerar el paso antes de quedarse congelada a medio camino.
Estaba llegando al puente de la entrada al
pueblo, el ancho puente que permite cruzar el río, por donde a diario pasaba en
su jeep pero nunca lo había cruzado a pie y se sentía extraña y divertida de
poder hacerlo ahora. Se detuvo un poco, para observar desde arriba la corriente
tranquila del río, casi vacío. Aunque poco podía ver entre la obscuridad, pudo
distinguir que en medio se alzaba una colina de arena movediza, obligando a la
corriente a partirse en dos y recargarse a las orillas. Respiró aliviada cuando
cruzaba el puente, estaba llegando a casa, no pensó más en Ernesto, ya nada le
preocupaba de él. Estaba cansada y totalmente mojada, lo único que quería era
llegar a casa y darse un baño tibio como lo acostumbraba de pequeña, después de
haber estado afuera jugando en los charcos que dejaba la lluvia.
Entraba a la colonia de Colinas, el alumbrado
público iluminaba sus pasos acelerados y tiritando de frío. No había tráfico,
las calles estaban vacías, nadie la vio caminar descalza por las aceras. Los
pocos vecinos que había, sino dormían profundamente, entonces estaban con el
resto del pueblo en el salón de la Unión Ganadera, en la celebración colectiva.
Abrió la puerta de la entrada y
deseó con todo su corazón que las gemelas no la sintieran llegar, no sabría qué
decirles, no tenía ganas de darles explicaciones. Sus hijas ya dormían y ella
estaba cansada, muy cansada y el frío le carcomía la carne y le empezaba a
congelar hasta los huesos. Subió las escaleras dejando una huella de agua helada
de sus pisadas tras de sí. Una vez en el dormitorio, dejó caer la ropa empapada
sobre el piso y se encaminó desnuda al cuarto de baño.
Abrió la llave del agua caliente
y después la mezcló con un poco de fría. Se introdujo en la regadera
deteniéndose con las asideras para no resbalar, ya no sentía los dedos de los
pies y casi traía congelado todo el cuerpo. Puso el agua lo más caliente que la
pudo aguantar y se metió despacio bajo el chorro humeante, cerrando los ojos y
disfrutando el cambio de temperatura en su cuerpo. Se quedó unos momentos bajo
el chorro sin moverse, esperando sentir la acostumbrada tibieza de su cuerpo.
En lo más escondido de su
cerebro, ahí donde guardaba los más preciados recuerdos, hizo venir uno y la
voz de su padre que la llamaba: Alicia,
Chavelita ya tiene lista el agua. Ven ahora que se enfría de nuevo. Por
tercera vez le advertía pero Alicia no lo escuchaba. Seguía poseída por el
ritmo de la lluvia de la tardía primavera. Enseñando una sonrisa placentera en
su rostro infantil, esa que desarmaba a Fidel nada más al verla. Entonces movía
su padre la cabeza y sonreía también, le hacía una seña a la nana Chavelita
para que esperara un rato más y tal vez tendría que poner agua caliente de
nuevo en la bañera, pues su hija no tenía para cuando terminar aquel absorto
ritual. Su pequeña no quería despedirse del juego que la divertía mucho. El
agua le chorreaba por todos lados y ella seguía dando vueltas por todo el
patio, a veces gritando o a veces riendo a carcajadas.
Se ponía a tortear los charcos
que se hacían en las honduras del piso, los zapatos gorgoreaban en cada impulso
y las burbujitas que salían por la comisura del pie, cosquilleaban y provocaban
en Alicia una carcajada que para Fidel no tenía precio. Solo le quedaba el pendiente
de no verla resbalar.
Alicia elevó las manos bajo la
regadera y tuvo el impulso de ponerse a dar vueltas, tratando de imitar el
recuerdo de su infancia, pero el reducido espacio no se lo permitió. Entonces
dio vuelta a los grifos y cerró un momento el agua. Enseguida enjabonó el
cuerpo con un gel de aroma a lavanda, se envolvió en la espuma que producía al
restregarse, acarició delicadamente el hermoso cuerpo y se hizo mentalmente un
pequeño reproche por tenerlo en el abandono. Volvió a dejar salir el agua más
caliente que al principio, enjuagó cada centímetro hasta quedar sin rastro de
la espuma y después aspiró profundamente el resto del aroma que se le quedaba
prendido en la piel y el cual la acompañaría en su cama, en su sueño.
Al momento de meterse bajo las
sábanas, escuchó con desagrado que aún arrojaban cohetes pirotécnicos y muy a
lo lejos, algún borracho reventaba tiros con pistola a pesar de estar
prohibido. Estiró las cobijas y se cubrió hasta la cabeza, para aminorar el
estruendoso ruido, pero como estaba muy cansada y el baño caliente le provocó
de inmediato el sueño, enseguida se arrulló con su propia respiración.
No sabía cuánto tiempo había
pasado desde que escuchó los cohetes, tampoco supo cuánto durmió y si en
realidad lo había hecho, cuando la sobresaltó la sirena de una ambulancia.
Estiró la mano y acercó el reloj para poder ver la hora, ya era de día y una
rayita de sol se colaba por la ventana, el nuevo año había comenzado y lo
estaba haciendo muy mal.
Restregó los ojos adormilada,
los párpados los sentía de plomo, miró con tristeza el lugar vacío de al lado,
el corazón le saltaba intranquilo por el sobresalto al despertar. Se recostó de
nuevo sobre la almohada, se puso de lado y se acurrucó como un gatito buscando
la tibieza bajo las sábanas.
Tenía la intención de seguir
durmiendo pero a lo lejos se escuchaba aún el alboroto de la ambulancia y le
pareció escuchar también a los bomberos. Algún herido cómo pasaba cada año o
tal vez un accidente de auto por algún borracho irresponsable. La gente estaba
loca, bebían, reían envueltos en un éxtasis placentero, despidiendo y
recibiendo el año.
Las palabras bárbaras e injustas de María Antonia, sin mirarla a los
ojos mientras se las decía, aun resonaban en todos los rincones de la cabeza,
cada una de ellas le pinchaban como agujas traicioneras en las membranas
cerebrales. Pero le dolía aún más la actitud de Ernesto, por eso ella se
preguntaba, después de recorrer todo una y otra vez ¿No le bastó el engaño, el
desprecio con el que me hizo vivir tantos años? ¿Tenía mi padre que pagar por
su cobardía, por su ambición? ¿Por qué tanta mentira, tanta hipocresía? ¿Quién
les dio el derecho a “esos tres” de regir sobre la vida de los demás?
Veía de reojo el lugar vacío, el
que por muchos años perteneciera a Ernesto y el semblante ya no era angustioso,
era sombrío, lleno de odio y desilusión.
Cerró los ojos e intentó seguir
durmiendo, pero en lugar de lograrlo, se transportó en el tiempo... seis meses
atrás.
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